
Denso mareo de tristeza
En la marquesina de un colectivo anuncian algo de las FARC, con la síntesis más deforme y bizarra posible. Seguidos por ofertas de supermercados y planes de ahorro para teléfonos celulares, la pantalla termina contando un chiste cordobés y dando la receta para una tarta de brócoli. De pronto, un tipo sube tocando la lambada con su charango. Rutilante. Lo llenan de monedas y hasta un billete de 2 pesos. Un adolescente petisito, falshea y aplaude anonadado persiguiendo a su nuevo ídolo con la mirada, hasta perderlo en una parada para abandonarse a su melancolía otra vez.
En una vereda de Lomas de Zamora, a eso de las 10, un hombre mayor se detiene a pisar cucarachas y bichos raros. Está ensañado y se averguenza al encontrar las miradas de algunos. Trata de justificarse con una expresión de “Pero viejo ¿usted no haría lo mismo?” y dos señoras se alejaron unos pasos, asustadas. El tipo quedó inmóvil, con su moral solitaria y los cadáveres reventados en el piso. Hubo tristeza en la cara de todos.
La coca que compré ya estaba caliente y tiré un chorrito sobre los insectos mutilados. No había nadie a mi alrededor. Me avergoncé en secreto y tuve ganas de llorar.
Como palas
Manos que me traen al mundo y me lavan el cuerpo,
Me exploran
Me sostienen al caminar
Manos que remontan barriletes y se elevan junto a él
Manos que saludan tras un vidrio cualquiera
O se pierden tras abrir un picaporte eterno.
Las manos que me alejan
Las manos que no soy
Manos que amasan el pan hasta el trance
Manos que se cierran en la oscuridad
Y florecen siempre
Queriendo acariciarlo todo:
La piel de la ballena,
El mármol liso,
Tu pelo mojado.
Buscándolo todo como tarántulas ansiosas
Manos que siembran la fruta
Que masturban la vida
Que entierran al ser sin vida
Manos que juegan a ser aves
(Que se olvidan del ser)
Manos que empuñan la guitarra en la niebla
Que buscan caracoles en la arena
Que duermen cálidas en los bolsillos de paño.
Manos que acarician la boca
Y la callan de repente.
Las manos que encierran secretos revelados
por los locos o los sabios
Manos que se posan sobre el ser
Y arden de luz con el tacto.
Manos que se hacen un cuenco para el agua,
La tierra y el arroz
Las manos que curan y que dañan
Manos que masajean la locura del hombre
Que construyen el arte, como palas maestras.
Las manos que tiemblan en la incertidumbre
Que sudan en el amor
Y crían la esperanza
En aviones de papel.
De chica rogaba que lloviera para que mis viejos amasaran tortas fritas, mientras dibujaba escuchando las gotas o miraba un capítulo de Mork & Mindy enterrada en la cama. Las botas de goma y el paraguas infantil, tal vez un piloto de plástico y salir a chapotear a la calle. La melancolía inevitablemente lo hace más mágico de lo que era en realidad. Quizás por todo eso me encante la lluvia.
Las sensaciones climáticas nos marcan impresiones subjetivas y fuertes como huellas en la memoria. Ciertos veranos en la playa y una canción de radio, las tormentas eléctricas y el sobresalto de los truenos, el ruido seco del granizo, los inviernos lapidarios, el café de otoño, alguna nevada, perfumes de una primavera alérgica y enamorada, etc. Todos tenemos un recuerdo o una sensación particular, algo que nos deja oscilando entre el amor y el rechazo inexplicable. Es enorme el poder fortuito del clima, que gravita sobre nosotros como un hechizo que nos abraza, nos enferma y nos vuelve a curar. Apenas nos damos cuenta de lo maravilloso que es, muy alejados del significado sagrado que tenía para los antiguos y las historias mitológicas que explicaban a los fenómenos climáticos como sucesos fantásticos. Hoy ya no construimos tótems donde venerar al dios de lluvia por ejemplo, ni un sistema de culto para adorar las dádivas de la primavera.
Sin embargo, existe una especie de sensor interno que nos alerta, algo así como un “apasionamiento” que remueve instintos y hasta raya con la intuición, al igual que los animales. No rodean señales casi imperceptibles que olemos, sentimos en la piel y nos penetra la psiquis como un presentimiento sin forma. Y luego el milagro seguro: el chaparrón breve o un cambio de estación entero. ¿No es mágico?
Con las primeras señales de la primavera, el engranaje se vigoriza. La gente se va despabilando, vuelven los días de asados al sol, las caras que miran al cielo con los ojos cerrados, las ventanas abiertas y la sorpresa ante las plantas como si renacieran cada vez más verdes. Todos se asoman de nuevo y respiran. Los animales, las señoras en las veredas, la música que se escapa de las casas, las cervezas frías en las terrazas, el riego fecundo, las alegrías del hogar. La ropa de invierno se guarda en bolsas dentro de alguna puerta del ropero, naftalina y olvido feliz. Se descubren los brazos, piernas y cuellos, entregados a la brisa y la luz que invade más y más horas. Las plazas se reinauguran con enamorados nuevos, pochoclos y bicicletas ansiosas. La primavera es valiente porque vence el letargo del invierno, lista para dar vida. Y para dar vida se precisa valor, decía mi abuela.
Siempre hay belleza, hasta en el encierro del frío y los días nublados. ¿Acaso no es hermoso el ritual del café, las pilas de frazadas, las bufandas y ese extraño oxigeno de la noche, tan lunar y tan azul?. Las heladas por la mañana, el aliento hecho nube de vapor en el aire, los vidrios empañados listos para ser dibujados por un dedo, la estufa que calienta las manos cuando venís de la calle.
Es gracioso a veces cómo nos enojamos con el tiempo. Apenas caen unas gotas, mucha gente (que no irá justamente a recital a cielo abierto) se queja sin razón como si fuera una maldición terrible. Como si siempre quisieran un día soleado imposible, sin considerar otros matices hasta más interesantes tal vez. Si hace frío queremos 30 grados y viceversa (y rapidito si es posible).
Más allá de todas las tragedias climáticas, es curioso cómo a lo largo de los siglos, perdimos esa sabia contemplación con el humor de la naturaleza, como si acaso también pudiéramos digitarlo. ¿Cómo habrá sido todo cuando las personas celebraban los hechos más naturales?. Una fiesta eterna, indudablemente.
«Al inicio de
Federico Fellini.
Es curioso cómo el relato de dos historias individuales, puede capturar el espíritu dominante de un lugar y época enteros. Quizás en eso resida la genialidad narrativa y artística de su autor, el modo interpretativo y casi inconsciente en que proyecta sus más íntimas impresiones. En
Una campesina pobre y -lo que hoy llamaríamos- “disminuida”, es vendida por su familia al cruel Zampanó (Anthony Quinn), un mundano artista de circo. Subestimada por la prepotencia de su amo, la sumisa Gelsomina se ve obligada a acompañarlo en sus espectáculos, donde él parte cadenas ante un público desafiante. Una especie de amor-odio va gestándose dentro de ella, como si no pudiera vivir sin la falsa seguridad que le devuelve el sometimiento de Zampanó. Así, legitima el maltrato y la indiferencia conformándose con una vida servil, donde su único escape será la magia del circo. Allí encontrará la confianza en sí misma gracias a un artista soñador, a quien Zampanó sabrá apartar fatalmente.
El dulce y triste personaje de Gelsomina, definida por Fellini pero interpretada por su esposa Giuletta Masina como un clown cuya desdicha recorre cada fotograma; se podría encontrar, aunque en un pasaje mucho más extremo, en las protagonistas de los films de Lars Von Traer, Emily Watson en Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1995) y la histriónica Bjork en Bailarina en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000). Sin embargo, la contundencia dramática de Masina permanece cimentada como única desde su debut en Camarada (1946), dirigido por Roberto Rosellini.
Sin dudas,
Candidata al Oscar en 1957 como mejor guión por Federico Fellini y Tullio Pinelli y ganadora del León de Plata en el Festival de Venecia en 1954,
Es por esto que Fellini, además de ser reconocido como uno de los cimientos del modernismo cinematográfico, también debería ser recordado como un excelente creador de personajes e historias, potenciado luego con la llegada de la revolucionaria La dolce vita en 1960, donde la búsqueda de nuevas formas artísticas lo acabaron por consagrar como uno de los más grandes autores cinematográficos del siglo XX.
Un pájaro naranja se asomó por la ventana, es el mismo pájaro de ayer que me miraba inmóvil desde el jardín. Me siguió a la calle y voló hasta desaparecer entre los árboles oscuros. Me gustó verlo otra vez, sólo por un privado gusto hacia el pensamiento mágico.
Sospecho que ese pájaro sabe más de mí que nadie en el mundo. Esas cosas simplemente se saben...